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Volcán de Pacaya

Si alguien no está preparada para esta vida, esa soy yo. Y es que, ¿quién en realidad lo está?

Nos habían invitado a pasar el fin de semana a un pueblito que está casi olvidado por Dios, pero no tanto.

Situado en las faldas del volcán Pacaya, San Vicente, es un pueblito mayoritariamente ladino, como dicen todos aquellos que les gusta mucho esa palabra y niegan que a lo mejor su apellido materno lleva una X, o una CH. Tienen cerca una laguna. En ella descubrí que los pedos en el agua sí huelen, y que bien te podés morir ahogada por tratar de rescatar tu cancleta anaranjada suave chapina. 

Pero esos descubrimientos no son relevantes, aunque sí muy útiles. Pero centrémonos en la anécdota del Volcán de Pacaya. Ese famoso volcán que en varias ocasiones nos ha tiznado, y ha chingado los wind shields de varios carros en la Ciudad de Guatemala y alrededores. Ese volcán que cuando escuchábamos su nombre cuando éramos pequeños, realmente pensábamos que cuando hacía erupción arrojaba pacayas. Qué feas las pacayas. No sé quién pensó que el huevito las compone, pero esa es otra historia. Ahora sí, vamos a enfocarnos en el meollo del asunto, y de cómo les quiero contar mi primera experiencia subiendo un volcán. Uno real. No de piedrín.

Como les iba diciendo, un amigo que ya no lo es, tenía familia en San Vicente, y nos propuso ir a pasar un fin de semana a pasar penas. Digo, a su casita en ese pueblo. Estábamos bien patojos. Yo tendría unos 19 años tal vez. Éramos unos seis. Nos levantamos temprano un sábado, y cada quién tenía asignado qué tendría qué llevar. A mí me tocó un galón de jugo Tampico, y tres bolsas de frijoles volteados. 

Tomamos una camioneta que nos llevaría a Villa Canales. En Villa Canales tomaríamos la otra camioneta a San Vicente. Era un camino mero feo, porque aunque pudiéramos ver el Lago de Amatitlán desde la ventana, los hoyos en la carretera y el miedo a que nos fueran a asaltar, nos impedía un poco disfrutar del paisaje. Pero al fin llegamos a San Vicente. Pasamos por la entrada hacía la subida al volcán. Vimos varios gringos alistándose para subirlo, porque vaya si no les moja todo ese tipo de cosas, y que cuando al fin tienen la oportunidad de hacerlas, no dejan de repetir "wow!" Porque pues, se emocionan.

Llegamos a la casita de la familia de ese amigo que ya no es amigo. Dejamos nuestras cosas, pusimos lo que llevábamos de comida sobre una mesita algo empolvada que había allí. Decidimos comer algo, y luego de eso, empezamos a caminar hacia la entrada del volcán.

Llevaba unos jeans azules, una playerita roja, un suéter negro, y zapatos con suela de goma. Mismos que ya no volví a usar porque terminaron derretidos, porque a quién chingados se le ocurre subir con Kickers un volcán.

Llevábamos ascendiendo unos 10 minutos. Yo ya no llevaba aire. En ese tiempo, tenía problemas de sobrepeso. O sea, no era tan tan, ni muy muy, pero sí me sofocaba rápido, y es que nunca he sido una "chica atlética". 

Pregunté cuánto me cobraban por subir en un caballo. 80 quetzales, me dijo el patojito encargado de un caballo todo flaco y chueco el pobre. Verán, Q80 era muchísimo dinero, y dinero que no tenía, así que me compré un chiribisco de Q5 para subir cual Moisés cuando Dios le dio las tablas de los 10 mandamientos.

Sin aire llegamos a la cima. Una vista espectacular hubiera podido presenciar si ese preciso día no hubiera estado nublado. Una densa neblina rodeaba el cono. Intenté meter el chiribisco dentro de una pequeña cuevita de rocas. Se incendió. Me ahuevé. Porque yo por todo me ahuevo. Y más cuando uno de los guardianes empezó a gritar: "¡Empiecen a descender, gente, empiecen a descender, el volcán recién empezó a arrojar materia y rocas!"

Por supuesto, yo ya estaba prácticamente en las faldas del volcán, sin oxígeno, con las suelas de los zapatos derretidas, y una ahuevazón que he sentido varias veces, pero esa fue muy particular.

Regresamos a la casita. Eran casi las 6 de la tarde y ya mero anochecía. Hicimos cena. Unos frijolitos volteados con nachos y fresco, un tang de fresa que sabía delicioso por lo fría que estaba el agua con la que lo prepararon. Y es que uno de los patojos que iba con nosotros era el encargado de hacer el fresco, y como no había agua, se fue directo al canal de la casa  y puso el pichel en el chorro que venía de allí. Y bueno, más defensas para el cuerpo.

Fuimos a la lagunita antes de irnos a dormir. Había una playita donde se podía estar. Fue más la emoción de estar cerca del agua, pues unos zancudos asesinos nos empezaron a chingar. Entonces nos regresamos a la casa. No dormimos bien, era muy incómodo dormir en el suelo. Pero eso no es problema cuando sos patojo y no tenés ni 20 años, al otro día igual amanecés como si nada.

El domingo fuimos de nuevo a la laguna. Era un día precioso, e invitaba a tirarse al agua de panzazo. Llevaba mis suave chapina anaranjadas, que en un mal paso sobre una piedra con musgo, perdí una entre el agua, y con tal de rescatarla me fui yo también, y me pasé llevando a mi amiga la del pelazo. Casi nos ahogamos, o a lo mejor no, porque a veces una es exagerada.

Humillada y solo con una chancleta, sentí miedo de seguir caminando entre el agua. Ya no me resultaba tan divertido. Luis Díaz, hermano del que hizo el fresco con agua de lluvia, me tomó de las manos para guiarme dentro del laguito. Creo que había cierta atracción entre él y yo, misma que se fue al carajo cuando inocentemente y por la situación tan de muerte falsa que había experimentado hace ratito, decidí echarme un ventosito, pensando que como estábamos en el agua, no habría problema. Pero sí. Hubieran visto la cara de Luis Díaz. Pobre. Yo me hice la loca.

Me gusta la naturaleza, a veces, y cuando no hay mosquitos que me coman, ni piedras resbaladizas, ni deportes extremos, me gusta más. Supongo que le tengo respeto, porque qué somos los seres humanos frente a una enorme cascada, con toneladas de agua cayendo por segundo. Qué somos nosotros a la par de un volcán escupiendo fuego, o un mar con olas gigantescas, o una selva llena de animales e insectos que nos pueden matar antes que nos persignemos. No somos nada. Y la naturaleza ha estado aquí desde siempre, muy presente, muy viva, muy majestuosa, muy "admírenme pero no me chinguen", muy todavía eterna.

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