Un día, mientras la abuela meneaba su cabeza de un lado a otro perdidamente dormida, Elena se atrevió a imitar la escena de un beso apasionado. Cerró los ojos, llevó el puño a su boca. Lo besó, y besó, y cuánto lo disfrutó. En algún momento abrió un ojo, para asegurarse que la anciana seguía dormida, pero cuando se dirigió a seguir besándose la mano, se encontró con la mirada del cuadro del Ángel de la Guarda en su cabecera, juzgándola, viéndola con ira y desaprobación.
Se asustó, se asustó mucho, e inmediatamente dejó de hacer lo que hacía. Cuánta culpa, vergüenza y suciedad sentía. El desasogiego era terrible. Esa noche casi no durmió, y la certeza de tener al Ángel de la Guarda en sobre su cabeza, le aterrorizaba. Al otro día, como todos los días, la abuela encendió el televisor, y pronto se durmió. Elena esta vez, ignorando todo miedo, tomó al Ángel de la Guarda y le dijo: “Angelito de la guarda, dame chance un rato” lo puso sobre la mesa de noche, de espaldas, viendo a la pared.
Se encontró con su puño, y continuó con la práctica, y eso la llevó por unos años más a descubrir otras cosas maravillosas de ella misma, por las noches, o cuando la abuela dormía. En cuanto al ángel, nunca más volvió a estar en la cabecera, la pared sería siempre su vista.
“Quería tan solo intentar vivir aquello que tendía a brotar espontáneamente de mí. ¿Por qué había de serme tan difícil?”
-Demian, de Hesse.
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